miércoles, 23 de diciembre de 2009

¿Recuerdas? ¿Recuerdas cuándo éramos felices? Cierra los ojos e inténtalo. Fue hace mucho tiempo, hace milenios, pero seguro que puedes acceder a esa parte de tu memoria. Dicen que lo realmente importante no se olvida nunca… Lo malo es localizar el cajoncito dónde está guardado, a veces esos recuerdos son reminiscentes y tienes que concentrarte mucho para hacerlos más certeros… Más cercanos… Pero vale la pena intentarlo.
Yo no olvidé nunca, de hecho no olvido, ni olvidaré; de hecho, me temo, esa es mi condena.
Tómate tu tiempo, no tengas prisa, recuerda a tu ritmo… Saborea las sensaciones que te produce tu memoria… Con calma, tenemos todo el tiempo del mundo. Es lo bueno de ser eternos: la ausencia de tiempo, la ausencia de prisa...
Respira… ¿Te acuerdas ya? Te acuerdas… Puedo percibirlo… Siento la nostalgia. Nostalgia, ¿no te parece sumamente bella esa palabra? Nostalgia, añoranza, melancolía… Me gusta, me evoca una sensación de ternura peculiar.
¿Sabes? Me alegra que estés de nuevo conmigo, te echaba de menos. No es por ser condescendiente, sabes que nunca lo he sido…
En realidad creo que debería marcharme ya, recordar debe ser un acto íntimo. Quizás volvamos a vernos dentro de otros cuántos milenios, quizás menos, cuando vea que la sombra del olvido acecha volveré a aparecer… Volveré a hacer que recuerdes, volveré a hacer que recuperes tu identidad…

viernes, 20 de noviembre de 2009

No me gusta hablar de libros preferidos porque no soy una persona amiga de las elecciones discrimnatorias. Cuando alguien me pregunta por mi libro preferido o por mi película preferida me siento como una niña en el patio del colegio eligiendo, entre los compañeros de clase, el equipo para jugar a 'balón prisionero'.
Tengo muchos libros epeciales, muchos libros que me encantan, que leo una y otra vez... Depende de mi estado de ánimo, o de la época en que se me formule la pregunta, mi respuesta cambiará.

A pesar de esto tengo que admitir que tengo predilección por 2 libros en especial: 'La conjura de los necios' y 'La princesa prometida' (este último descubierto hace apenas unas semanas).
Si me preguntáis qué distingue a estos libros del resto, no sabría daros una respuesta a ciencia cierta. No obstante hay un párrafo dónde Goldman describe un sentimiento que se asemeja bastante a mi postura ante estas 2 novelas:

''¿Quién puede saber cuándo va a cambiar su mundo? ¿Quién es capaz de decir antes de que ocurra, que todas las experiencias anteriores, todos los años pasados, fueron una preparación para… nada? Imaginaos lo siguiente: un anciano casi analfabeto que lucha con un idioma enemigo, un niño casi exhausto que lucha contra el sueño. Y entre ambos sólo las palabras de otro extranjero, traducidas con dificultad de los sonidos nativos de otra lengua. ¿Quién podía sospechar que por la mañana ese niño se despertaría siendo distinto? De lo único que me acuerdo es de que traté de vencer la fatiga. Incluso al cabo de una semana no me había dado cuenta de lo que había comenzado aquella noche, de las puertas que se cerraban de golpe mientras otras se abrían. Tal vez debí haber intuido algo, o tal vez no; ¿quién puede presentir la revelación en el aire?
Lo que ocurrió fue simplemente esto: la historia me enganchó.''


Quizás eso es lo que me gusta. Esa sensación de que eres un poco distitnto a cuando empezaste a leer aquel libro...

En las próximas entradas os escribiré más sobre estas dos maravillas de la novela contemporánea.

viernes, 7 de agosto de 2009

Sensaciones de mi Azuaga


Tras 5 años de excusas volví a mi pueblo… He de reconocer que estaba atemorizada. Aquella casa que había albergado muchos de los mejores momentos de mi infancia y mi adolescencia; aquella casa tan llena de vida antaño estaba terriblemente silenciosa ahora, faltaba gente y yo lo sabía de antemano. Quizás por eso no me había atrevido a ir antes. La tristeza me embargó al cruzar el grueso portón de madera… Pero Extremadura puede llegar a ser terriblemente reconfortante y mi pena pronto se difuminó en el cielo azul como hacen los cirros con frecuencia.
La casa estaba igual que la dejé, de hecho creo que siempre ha estado igual; como si el tiempo se negara a pasar por esa pequeña parcela del pueblo. Recorrí las habitaciones, cerré los ojos y escuché el sonido de mi casa: el tictac del viejo reloj del comedor, el cantar del gallo en la lejanía, el gorjeo de las tórtolas… Salí a la azotea y me asomé al patio de abajo donde se veían los restos de una gran higuera. Entonces me di cuenta de la grandeza de la vida. De aquél árbol que había gozado de todo mi cariño y mi respeto sólo quedaba la base del tronco; sin embargo decenas de pequeñas higueritas se abrían paso al lado de los restos de la vieja higuera. Todas ellas verdes, erguidas, desafiantes, alegóricas… Me hicieron sonreír…
Levanté la vista al trozo de cielo ocupado antes por las verdes y frondosas ramas y me maravillé del tono azul que lucía. Me había olvidado de lo increíblemente azul que era el cielo en mi pueblo, un color cobalto, limpio y profundo que invitaba a perderte en él.
Miré al frente y pude ver en la lejanía un mar dorado. Me imaginé como sería aquel océano de oro visto de cerca, las espigas del trigo meciéndose armoniosamente con el viento, las amapolas silvestres salpicando de bermellón aquella inmensidad amarilla, como si de pequeños rubíes de trataran…
Más tarde, cuando el calor del sol extremeño me permitió salir a la calle, me dirigí a un pequeño cerro que se haya a las afueras del pueblo. Allí descansan las ruinas de un viejo castillo visigodo; mi lugar preferido en Azuaga (después de mi casa). Subí hasta lo alto del cerro y me senté unas pequeñas rocas que había en la cima; bajo las ramas de los eucaliptos; no recordaba la visión tan tremendamente bella del pueblo bañado por el atardecer. Era una sinfonía de colores: el blanco de las pequeñas casas, el rojizo de sus tejados, el azul difuminándose al amarillo, el amarillo tornándose en naranja, el naranja en rosado… Las farolas empezaron a encenderse.

Es curioso como había dejado aparcadas todas esas sensaciones que me produce mi pueblo… Me alegré sobremanera de recuperarlas, de avivar mis recuerdos del pasado y de disfrutar de aquel hermoso momento que me otorgaba el presente.

jueves, 9 de abril de 2009

La princesa que no podía sonreír

Cumplía a rajatabla con todos los cánones establecidos para ser una princesa de cuento de hadas. Tenía el pelo fino como hebras de oro que, ondulado, le caía grácil mente hasta la cintura. Su cara era un óvalo perfecto de tez pálida y aterciopelada; sus mejillas lucían ligeramente sonrosadas. Sus ojos, grandes y ligeramente rasgados, eran del color del cielo en primavera; tan azules, tan despejados, tan cálidos que daba la sensación de poder perderte en ellos. Éstos, a su vez, se veían resaltados por unas pestañas largas y tupidas y enmarcados por unas cejas arqueadas y bien definidas. Su nariz, ni grande ni pequeña, ligeramente respingona parecía haber sido obra del mejor de los escultores. Sus labios, carnosos y encarnados, escondían unos dientes blancos como perlas.
Era alta y esbelta, de brazos finos y manos delicadas. Sus piernas, a pesar de la ligera delgadez, estaban bien torneadas. Sus senos, aunque no eran especialmente voluptuosos, estaban firmes y bien formados.
De una belleza lánguida y resplandeciente, podría decirse de ella que era una princesa de libro… Y sin embargo, poseía una característica que la hacía diferente a todas las princesas de fábula… Esta princesa no podía sonreír.
Nadie sabía a ciencia cierta el por qué de este motivo. No era una chica triste ni llena de melancolía. Era una joven amable y activa. No tenía un padre estricto, ni una madrastra iracunda… Siempre fue tratada con cariño y dulzura.
Al principio de su nacimiento, nadie reparó en esta peculiaridad; pero a medida que fueron pasando los días este hecho extrañó a sus progenitores. Pidieron consejo a los médicos más prestigiosos del reino; pero ninguno llegaba a alcanzar un diagnóstico coherente; incluso consultaron, en vano, a terapeutas de otros dominios. A nadie en el reino dejaba indiferente este hecho, todos tenían una opinión al respecto; pero ninguna teoría se sostenía: Los hechiceros decían que tal contrariedad venía dada por algún tipo de maleficio; los médicos, en cambio, argumentaban que seguramente el neonato padeciera una depresión o incluso que podía tener dañado algún músculo facial que le impedía tal acto; el carnicero opinaba que la soberana no había comido suficiente carne roja durante el embarazo y que por ello el bebé había nacido debilucho; el lechero creía que la leche materna no era lo suficientemente buena, quizás si probaran a darle leche de sus vacas… La hortelana sostenía que las verduras que se consumían en palacio no eran del día y que, seguramente, las papillas que consumía el bebé carecían de los nutrientes necesarios; la tejedora sospechaba que el problema estaba en que el bebé no se sentía a gusto con las telas que lo vestían, éstas venían de reinos lejanos, que a saber con que material confeccionaban sus prendas; el tabernero comentaba a su clientela que para hacer sonreír a un niño nada como un poquito de anís en el agua… incluso, si no era tan pequeño, una guinda en aguardiente daba vigorosidad y buen ánimo; el bardo estaba convencido que las nanas que cantaban en palacio necesitaran algún toque de laúd… Unos pensaban que tal revuelo había sido inventado por el monarca para poner a prueba la capacidad de resolución de sus súbditos; otros que la chica no sonreía porque era una niña mimada y altiva… Todos hacían conjeturas sobre el tema.
Pero lo cierto era que ni la niña estaba mal alimentada, ni estaba deprimida, ni era altiva, ni nada que se le pareciera.
Un día la joven leía sentada a la sombra de un sauce cuando se le acercó el hijo menor de la cocinera. El pequeño la miró con ojos ávidos mientras se mordía nerviosamente el labio inferior. La joven princesa clavo sus grandes ojos azules sobre él. El niño tomó asiento sobre la fresca hierba mientras le devolvía la mirada a la joven.
Tras unos minutos observándose mutuamente el niño habló:
- ¿Por qué estáis triste? -, preguntó mientras entrecerraba los párpados y escrutaba el rostro de la princesa.
La joven ladeó ligeramente la cabeza y miró extrañada al pequeño.
- ¿Triste? ¿Qué te hace pensar eso? -, preguntó la princesa sin apartar los ojos del chiquillo.
- Nunca sonreís, nadie sabe a ciencia cierta el motivo de vuestra desdicha…
- Nadie me lo ha preguntado nunca -, interrumpió la princesa mientras dejaba el peso de su cuerpo sucumbir a la gravedad y cerraba los ojos.
El sol cálido acariciaba su cara.
El niño, tras unos instantes de silencio, se levantó, se acercó hasta la cabeza de la joven y se acuclilló junto a ella.
- Yo os lo estoy preguntando, ¿por qué estáis triste mi señora, por qué no sonreís nunca?
Ella abrió de nuevo sus ojos y miró el rostro del muchacho.
- No estoy triste, nunca he sentido desdicha alguna… -, un largo suspiro se escapó entre sus labios.
- Comprendo -, dijo el chico mientras la miraba con el rostro sereno – sin tristeza no hay alegría.
La joven princesa se incorporó y miró al pequeño con los ojos muy abiertos.
- Sin oscuridad no hay luz… - susurró.

sábado, 28 de marzo de 2009

CASANDRA

Las lágrimas empezaron a recorrer sus mejillas cuando los vítores y las risas se tornaron gritos de dolor desgarradores. Sus piernas flaquearon y calló de rodillas sobre la fría piedra. Quemaba.
Le quemaban las rodillas, le quemaban las lágrimas, le quemaba el corazón...
Cerró los ojos con fuerza, como si así pudiera contener toda aquella tristeza, esperando, vagamente, que cuando los abrira todo hubiese desaparecido.
Sabía que no iba a ser así; lo sabía, incuso antes de que todo aquello hubiera empezado. Esa era su maldición.
Una parte de ella quería levantarse y salir huyendo de la alcoba antes que la hiciesen prisionera; pero estaba tan cansada... Ya estaba harta de luchar contra el destino, ya no podía, no le quedaban fuerzas. Al principio pensaba que podría cambiar el hado que le mostraban sus visiones. Lo deseaba con toda su alma. Luchaba para que todo aquel sufrimiento que se le mostraba no llegara a hacerse hetéreo... pero siempre era en vano. ¿Por qué esa vez iba a ser diferente?
Se hizo un ovillo sobre el frío suelo y esperó. No tardarían en venir a por ella... El griterío se había extendido y se había hecho insufrible; pero la astenia la había consumido hasta tal punto que todo aquello le parecía muy lejano. Troya ardía.

Vino a su mente la imagen de Heleno. Sus cortos bucles del color de las avellanas; sus grandes e inexpresivos ojos del color de las nubes cargadas de lluvia; su porte lánguido, acentuado por su piel blanca, casi translúcida... Había sido tan parecido a ella... Aun lo era físicamente, pero hacía tiempo que había perdido el vínculo que los unía. Cuando eran pequeños y lo miraba, parecía estar mirándose en un espejo. Podía sentir lo que él sentía. Cuando fue consagrada a Apolo, convirtiéndose en su sacerotisa, fue terrible. La separación de Heleno dolía. Era como si hubieran arrancado una parte de sí misma. Su propia tristeza se unía a la de su hermano y, aunque intentaba sobreponerse, los días habían perdido sentido para ella. Quizás fuera esa tristeza, que añadía a su belleza lasa un aire de misterio y decadencia, lo que llamó la atención del dios. Apolo la agasajaba, la cubría de atenciones; pero esto no hacía más que avivar su incomodez y su añoranza. La indiferencia de la muchacha enojó a Apolo y la castigó lanzado una maldición sobre ella.
Casandra podía vaticinar el futuro. A veces un frío extremo le paralizaba el cuerpo y entraba en una especie de trance donde se le revelaba el porvenir. Siempre había tenido este don, al igual que Heleno; pero pocas veces hablaban de él. Todos sabían de la gracia que les había sido otorgada; pero los niños se mostraban tan introvertidos con el tema, que ni el mismo Laocoonte estaba seguro hasta donde alcanzaba el poder de estos... Pero Apolo sí lo sabía; por ello transformó su don en su maldición. A partir de ahora sólo tendría visiones sobre desgracias y carecería de la persuasión necesaría para poder avisar sobre ellas.
Casandra volvió a Troya y poco le importó la funesta condena impuesta por el dios. Estaría junto a Heleno, él la creería siempre. Pero la inquietud se apoderó de ella cuando al mirar a los ojos grises de su hermano no vio más que su propio reflejo.

Entonces fue cuando Paris la trajo... Era la chica más hermosa que había pisado Troya; probablemente era la mujer más hermosa que había pisado la tierra. Todo en ella era armónico y perfecto; sin embargo cuando Casandra clavó sus ojos en ella no vio más que la destrucción de su pueblo. Esa noche la atormentó la agonía de su pueblo muriendo. Intentó convencer primero a Heleno, despues a Laocoonte... pero nadie daba crédito a sus palabras. Desesperada irrumpió en la ceremonia de bienvenida de Helena. Se lanzó a los pies de Príamo mientras, presa de un llanto desgarrador, le imploraba que devolvieran a ésta a los griegos... Pero sólo encontró indeferencia y miradas inquisitivas que la tomaban por loca. Se sintió tan terriblemente sola, tan desconsolada que ni el llanto podía purificar su pena. Fue entonces cuando fue consciente de la magnitud de la maldición impuesta por Apolo. Malditos dioses.

Pronto vinieron los griegos y con ellos la guerra. Una batalla larga y cruenta que poco a poco iba consumiendo la ciudad. A veces daba la sensación que Troya siempre había estado en guerra, la imágen próspera y dorada de la ciudad había quedado tan atrás que casi parecía una leyenda.
Tras diez años de constante asedio, los griegos decidieron poner fin a aquella locura. No sólo asumían su derrota, sino que habían construido un caballo gigantesto de madera para regalar a los troyanos. Los griegos ubicaron al titánico equino frente a una de las puertas de la ciudad. Pero la guerra había hecho mella en los troyanos y aun no parecían haber similado el fin de aquella pesadilla. En cuanto Cassandra vio a aquel gigante de madera sintió como si alguien hubiera pateado sus entrañas. Los gritos de agonía y dolor, el gemido punzante de Hécuba, las llamas consumiendo Troya, poblaron su mente. Entonces vio más allá. Vio las entrañas de aquel animal de madera repleta de una legión de griegos. Impulsada por la desesperación imploró a su padre que no aceptara aquel presente. Los cansados ojos de su padre la miraron con tal lástima que el dolor se hizo casi insoportable. Pensó que iba a perder la conciencia cuando las palabras de Laocoonte le inyectaron un atisbo de esperanza. El sacerdote dio la razón a Casandra, a aquel caballo había ligado un sino de destrucción.
Príamo decidió rehusar aquel signo de buena voluntad por parte de los griegos. A la mañana siguiente haría pública su decisión... Pero el destino hizo que Laocoonte muriera aquella noche intentando salvar a sus hijos de un trágico final. Esto fue tomado por el rey como un castigo divino por desconfiar de la paz de los griegos. El caballo se aceptaría, ya estaba harto de muertes, había perdido a demasiados seres queridos...
Héctor...
Cuando Príamo hizo pública la decisión un estruendo de vítores recorrieron las calles de Troya. A Casandra se le revolvió el estómago y sintió la neceseidad de salir corriendo. Corrió por las calles adoquinadas mientras sus lágrimas se fusionaban con el viento... Y de repente, frente al templo de Atenea, el cansancio y la apatía se adueñaron de ella. Entró en aquella estancia y decidió esperar. Cuando el rumor del viento pasó de traer cánticos victoriosos a gritos lastimeros su cuerpo se precipitó sobre el suelo gris.

El estruendo causado por aquellos hombres la sacó de sus ensoñaciones. Ante ella había una decena de hombres de torsos desnudos. Uno de ellos la cogió por las muñecas y la levantó bruscamente. Ájax. Pero sus ojos se posaron en otro de los hombres que allí habían. Un griego de porte noble, de cabellos ondulados y ojos cristalinos. De repente vio en sus ojos a una mujer de melena del color de las llamas; vio la ira que la consumía y la maldad que crecía en su corazón. Vió un hacha en las manos de aquella mujer... sangre, los ojos sin vida de aquel griego, al que llamaban Agamenón... sintió la envidia y la locura de aquella fémina desbocada cuando elevaba el hacha sobre ella...
Un brusco zarandeo la arrancó de aquella visión. ¿Había sido testigo de su propio fin? Sin embargo aquel augurio no le había provocado dolor, ni miedo... sólo una sensación de libertad que hacía años que no recordaba. Una sonrisa sesgada se dibujó en su rostro. Por fin iba a poner fin a su maldición.

viernes, 20 de marzo de 2009

Frases hechas

Nunca me cansaré de repetirlo: Soy muy curiosa. Cierto es que no poseo la curiosidad gatuna, mezclada con instintos suicidas en muchas ocasiones; pero me gusa saber el por qué de las cosas. En especial destaco mi pasión por las etimologías. Me encanta descubrir de dónde viene una palabra. Me sorprende ver como ha evolucionado con unas características determinadas y no con otras. Me ayuda a entenderlas. Yo adoro las palabras, igual que adoro todo lo que tenga que ver con ellas: me gusta la lengua y me gusta el lenguaje.
Una cosa que me entusiasma también son los refranes y las frases hechas. Son geniales porque siempre encontrarás un refrán o una frase hecha para cada ocasión. Tener un buen repertorio de refranes es como tener un vestidor con un buen fondo de armario, es garatía de éxito en cualquier ocasión. Hay muchos que son realmente ridículos; que, a simple vista, no tienen ni pies ni cabeza... Hasta que descubres su origen. Entonces, de repente, le ves sentido.
Evidentemente de algunos dichos hay varias historias que especultan sobre el nacimiento de su significado... pero eso también tiene su encanto.
Aquí os dejo el origen de algunas frases hechas. Algunos quizás no sean ni ciertos, quien sabe; pero no dejan de ser curiosos.

No saber ni J --> Resulta que la J es una evolución de la yod hebrea. Resulta también que la yod hebrea se representa con un pequeño carácter, el cual consiste en una pequeña línea, y constituye el principio del resto de letras. Por tanto desconocer este pequeño signo implica desconocer el resto del alfabeto. Por ello “no saber ni J” significa desconocer algo.

Marcharse a la Francesa --> Haciendo porte de histórica mala educación , en Francia, Durante el siglo XVIII se comenzó a estilar marcharse de una reunión sin decir absolutamente nada (ni siquiera un simple gesto). Irónicamente, esta modalidad se extendió tanto que marcharse saludando se veía como un gesto de mala educación. Utilizamos esta frase cuando alguien se va de un evento sin despedirse de nadie.

Cargar con el muerto --> En varios territorios de la época medieval existía una ley que dictaba que cuando no se podía hallar al asesino de un cadáver encontrado, los pobladores del pueblo al que pertenecía dicha persona debían pagar una multa conjunta. Como, generalmente, anadie le gusta desembolsar alegremete; los vecinos, al encontrar un cadáver en el pueblo, lo transportan y lo arrojaban en un poblado vecino para salvaguardarse de pagar multa alguna.

Brillar por su ausencia--> En los funerales Romanos se solía exhibir las efigies de los antepasados como señal del linaje. Durante la honra fúnebre a Junia -la cual era familiar de dos de los conspiradores que asesinaron a César: Casio y Bruto- las efigies de éstos dos asesinos no estaban presentes haciendo gala por su ausencia, algo que los concurrentes notarían rápidamente y sería el tema reinante entre los murmuros del funeral. Utilizando esto como referencia en uno de sus trabajos, el poeta André de Chenier pondría esta frase de moda más de mil años y unos cuantos siglos después.

Poner las manos en el fuego --> En los antiguos pueblos paganos de la Germania existía la costumbre de realizar juicios ante los Dioses cuando surgía un litigio entre dos personas. Una de las formas más comunes de ver si ésta persona estaba siendo sincera era ponerle un hierro caliente en sus manos, o alguna otra parte del cuerpo. Si la persona salía corriendo significaba ser culpable.

Salvarse por los pelos --> Esta expesión se utiliza cuando te libras de algo por muy poquito. Al ser el pelo algo muy fino, es muy común pensar que ese es el origen de tal frase... Pero no. Resulta que, antiguamente, los marineros cuando caían al agua generalmente eran agarrados y subidos de los pelos. Por esta razón solían dejarse el cabello lo más largo posible, el cual, al hundirse el cuerpo, quedaba flotando y era un excelente punto de agarre.

lunes, 2 de marzo de 2009

Retazos de una infancia feliz

Hoy, no sé por qué, ha venido a mi memoria el recuerdo de una vieja higuera que teníamos en la casa del pueblo. Era una higuera enorme, situada en el centro del patio, rodeada por las demás plantas, más olorosas, más coloridas... Me encantaba ese árbol. La recuerdo desde siempre allí, grande, robusta, expentante... Como un gran gólem, confeccionado en madera y hojarasca, que vigila, que protege... Me gustaba sentarme en la azotea por la tarde y escuchar el sonido que hacían sus ramas y sus hojas al ser acariciadas por el viento. Me encantaba verla a medío dia, cuando más castigaba el sol extremeño, dando cobijo a un grupo de avispas atraídas por la humedad de sus frutos... Adoraba sus hojas, porque aunque bastas, lucían siempre verdes. Por las tardes, aprovechando la luz tardía del estío, me bajaba a su lado, me apoyaba en su tronco y me arreglaba bajo sus ramas. A veces, mirando las hormigas subir por su grueso tronco, me preguntaba a cuanta vida daba cobijo aquel gigante. Me asustaba por la noche con el éstrepito de sus frutos al chocar contra el suelo. Me maravillaba ver como las brevas que anunciaban el principio del cálido verano se transformaban en dulces higos, que pronostican el fin del mismo y el inicio del nuevo curso escolar... Le tenía un cariño enorme.

Una semana antes del inicio de curso de 8º de EGB, ojeando con sumo entusiasmo los libros nuevos, impregnados de quel olor característico, me llevé una grata sorpresa. Abrí el libro de lengua castellana y ahí estaba, en el inicio del tema 9, una gran higuera dibujada que ilustraba un poema de Juana de Ibarbourou. 'La higuera', se titulaba. Leí aquel poema y me percaté de que describía de una manera exhaustiva mis sentimientos hacia la higuera de mi pueblo. Me lo aprendí de memoria con el fin de poder recitárselo a mi cómplice vegetal, y así lo hice durante los siguientes veranos. Muchas tardes, apoyada en su tronco, muy bajito, le recitaba aquella poesía.

El caso es que mis tías talaron la higuera hará 4 años. Estaban muy mayores y les resultaba muy difícil retirar los higos y las hojas que caían cada día del árbol. Cuando mi madre me llamó por teléfono y me dijo que la habían talado se me hizo un nudo en la garganta. Luego lloré con la amargura de a quien le arrebataron un amigo de la infancia, un retal de su vida. Y aquella tarde, recité para mis adentros los versos que tantas veces le susurré.

La higuera

Porque es áspera y fea,
porque todas sus ramas son grises,
yo le tengo piedad a la higuera.

En mi quinta hay cien árboles bellos,
ciruelos redondos,
limoneros rectos
y naranjos de brotes lustrosos.

En las primaveras,
todos ellos se cubren de flores
en torno a la higuera.

Y la pobre parece tan triste
con sus gajos torcidos que nunca
de apretados capullos se viste...

Por eso,
cada vez que yo paso a su lado,
digo, procurando
hacer dulce y alegre mi acento:
«Es la higuera el más bello
de los árboles todos del huerto».

Si ella escucha,
si comprende el idioma en que hablo,
¡qué dulzura tan honda hará nido
en su alma sensible de árbol!

Y tal vez, a la noche,
cuando el viento abanique su copa,
embriagada de gozo le cuente:

¡Hoy a mí me dijeron hermosa!

viernes, 20 de febrero de 2009

La generación de los 80 o los jóvenes melancólicos

A veces tengo la sensación que los que pertenecemos a la generación de los 80 tendemos a tener un cierto aire de melancolía. Cierto es que el ser humano tiende a mitificar el pasado; ya lo decía el mismo Jorge Manrique en uno de los versos de su archiconocida ‘Coplas por la muerte de su padre’. Especialmente se tiende a mitificar la infancia. Siempre he pensado que los recuerdos son de un material voluble a los que la mente humana da forma según la conveniencia. El caso es que, independientemente de la generación a la que pertenezcas, cuando comparas el pasado con el presente, este último sale terriblemente desfavorecido. Sin embargo el aura de melancolía sólo suele rodear a la generación de los 80. Personalmente creo que los ochenta fueron unos años de una gran explosión tanto a nivel creativo como de pensamiento. Unos años caracterizados por el charol y las mallas de colores chillones. Unos años con un ‘hortera’ muy estiloso y característico.
Nosotros hemos crecido viendo a Spilberg, Leticia Sabater, ‘Bola de dragón’… Hemos bailado escuchando a ‘Alaska’, ‘Bon Jovi’, ‘Supertram’, ‘Iggy Pop’… Nosotros, hemos pasado las tardes comiendo sándwiches de Nocilla mientras jugábamos con nuestra Ness o nuestra Nintendo. Hemos aprendido inglés con Muzzy, a contar con ‘Barrio Sésamo’, a leer con las Historias de Teo, nos hemos formado con la EGB…
A nosotros, niños entonces, se nos dejaba ver un futuro prometedor. Pero el mundo debió cambiar demasiado deprisa… Ahora somos jóvenes mileuristas (quien tenga la suerte de cobrar como mínimo 1000 € al mes), dependientes de ayudas para pagar un mísero alquiler, trabajando en la mayoría de ocasiones con unas condiciones deficientes… Jóvenes en un mundo que no entendemos muy bien y preguntándonos dónde empezamos a perder el norte. Chicos y chicas, a punto de cumplir los 30, que lo único que nos queda como consuelo fue tener una infancia demasiado feliz. Bien mirado, quizás es normal que sobre nuestros hombros recaiga la melancolía y la tristeza de quien tuvo un pasado esperanzador escrito sobre un trozo de papel mojado.