viernes, 7 de agosto de 2009

Sensaciones de mi Azuaga


Tras 5 años de excusas volví a mi pueblo… He de reconocer que estaba atemorizada. Aquella casa que había albergado muchos de los mejores momentos de mi infancia y mi adolescencia; aquella casa tan llena de vida antaño estaba terriblemente silenciosa ahora, faltaba gente y yo lo sabía de antemano. Quizás por eso no me había atrevido a ir antes. La tristeza me embargó al cruzar el grueso portón de madera… Pero Extremadura puede llegar a ser terriblemente reconfortante y mi pena pronto se difuminó en el cielo azul como hacen los cirros con frecuencia.
La casa estaba igual que la dejé, de hecho creo que siempre ha estado igual; como si el tiempo se negara a pasar por esa pequeña parcela del pueblo. Recorrí las habitaciones, cerré los ojos y escuché el sonido de mi casa: el tictac del viejo reloj del comedor, el cantar del gallo en la lejanía, el gorjeo de las tórtolas… Salí a la azotea y me asomé al patio de abajo donde se veían los restos de una gran higuera. Entonces me di cuenta de la grandeza de la vida. De aquél árbol que había gozado de todo mi cariño y mi respeto sólo quedaba la base del tronco; sin embargo decenas de pequeñas higueritas se abrían paso al lado de los restos de la vieja higuera. Todas ellas verdes, erguidas, desafiantes, alegóricas… Me hicieron sonreír…
Levanté la vista al trozo de cielo ocupado antes por las verdes y frondosas ramas y me maravillé del tono azul que lucía. Me había olvidado de lo increíblemente azul que era el cielo en mi pueblo, un color cobalto, limpio y profundo que invitaba a perderte en él.
Miré al frente y pude ver en la lejanía un mar dorado. Me imaginé como sería aquel océano de oro visto de cerca, las espigas del trigo meciéndose armoniosamente con el viento, las amapolas silvestres salpicando de bermellón aquella inmensidad amarilla, como si de pequeños rubíes de trataran…
Más tarde, cuando el calor del sol extremeño me permitió salir a la calle, me dirigí a un pequeño cerro que se haya a las afueras del pueblo. Allí descansan las ruinas de un viejo castillo visigodo; mi lugar preferido en Azuaga (después de mi casa). Subí hasta lo alto del cerro y me senté unas pequeñas rocas que había en la cima; bajo las ramas de los eucaliptos; no recordaba la visión tan tremendamente bella del pueblo bañado por el atardecer. Era una sinfonía de colores: el blanco de las pequeñas casas, el rojizo de sus tejados, el azul difuminándose al amarillo, el amarillo tornándose en naranja, el naranja en rosado… Las farolas empezaron a encenderse.

Es curioso como había dejado aparcadas todas esas sensaciones que me produce mi pueblo… Me alegré sobremanera de recuperarlas, de avivar mis recuerdos del pasado y de disfrutar de aquel hermoso momento que me otorgaba el presente.