jueves, 9 de abril de 2009

La princesa que no podía sonreír

Cumplía a rajatabla con todos los cánones establecidos para ser una princesa de cuento de hadas. Tenía el pelo fino como hebras de oro que, ondulado, le caía grácil mente hasta la cintura. Su cara era un óvalo perfecto de tez pálida y aterciopelada; sus mejillas lucían ligeramente sonrosadas. Sus ojos, grandes y ligeramente rasgados, eran del color del cielo en primavera; tan azules, tan despejados, tan cálidos que daba la sensación de poder perderte en ellos. Éstos, a su vez, se veían resaltados por unas pestañas largas y tupidas y enmarcados por unas cejas arqueadas y bien definidas. Su nariz, ni grande ni pequeña, ligeramente respingona parecía haber sido obra del mejor de los escultores. Sus labios, carnosos y encarnados, escondían unos dientes blancos como perlas.
Era alta y esbelta, de brazos finos y manos delicadas. Sus piernas, a pesar de la ligera delgadez, estaban bien torneadas. Sus senos, aunque no eran especialmente voluptuosos, estaban firmes y bien formados.
De una belleza lánguida y resplandeciente, podría decirse de ella que era una princesa de libro… Y sin embargo, poseía una característica que la hacía diferente a todas las princesas de fábula… Esta princesa no podía sonreír.
Nadie sabía a ciencia cierta el por qué de este motivo. No era una chica triste ni llena de melancolía. Era una joven amable y activa. No tenía un padre estricto, ni una madrastra iracunda… Siempre fue tratada con cariño y dulzura.
Al principio de su nacimiento, nadie reparó en esta peculiaridad; pero a medida que fueron pasando los días este hecho extrañó a sus progenitores. Pidieron consejo a los médicos más prestigiosos del reino; pero ninguno llegaba a alcanzar un diagnóstico coherente; incluso consultaron, en vano, a terapeutas de otros dominios. A nadie en el reino dejaba indiferente este hecho, todos tenían una opinión al respecto; pero ninguna teoría se sostenía: Los hechiceros decían que tal contrariedad venía dada por algún tipo de maleficio; los médicos, en cambio, argumentaban que seguramente el neonato padeciera una depresión o incluso que podía tener dañado algún músculo facial que le impedía tal acto; el carnicero opinaba que la soberana no había comido suficiente carne roja durante el embarazo y que por ello el bebé había nacido debilucho; el lechero creía que la leche materna no era lo suficientemente buena, quizás si probaran a darle leche de sus vacas… La hortelana sostenía que las verduras que se consumían en palacio no eran del día y que, seguramente, las papillas que consumía el bebé carecían de los nutrientes necesarios; la tejedora sospechaba que el problema estaba en que el bebé no se sentía a gusto con las telas que lo vestían, éstas venían de reinos lejanos, que a saber con que material confeccionaban sus prendas; el tabernero comentaba a su clientela que para hacer sonreír a un niño nada como un poquito de anís en el agua… incluso, si no era tan pequeño, una guinda en aguardiente daba vigorosidad y buen ánimo; el bardo estaba convencido que las nanas que cantaban en palacio necesitaran algún toque de laúd… Unos pensaban que tal revuelo había sido inventado por el monarca para poner a prueba la capacidad de resolución de sus súbditos; otros que la chica no sonreía porque era una niña mimada y altiva… Todos hacían conjeturas sobre el tema.
Pero lo cierto era que ni la niña estaba mal alimentada, ni estaba deprimida, ni era altiva, ni nada que se le pareciera.
Un día la joven leía sentada a la sombra de un sauce cuando se le acercó el hijo menor de la cocinera. El pequeño la miró con ojos ávidos mientras se mordía nerviosamente el labio inferior. La joven princesa clavo sus grandes ojos azules sobre él. El niño tomó asiento sobre la fresca hierba mientras le devolvía la mirada a la joven.
Tras unos minutos observándose mutuamente el niño habló:
- ¿Por qué estáis triste? -, preguntó mientras entrecerraba los párpados y escrutaba el rostro de la princesa.
La joven ladeó ligeramente la cabeza y miró extrañada al pequeño.
- ¿Triste? ¿Qué te hace pensar eso? -, preguntó la princesa sin apartar los ojos del chiquillo.
- Nunca sonreís, nadie sabe a ciencia cierta el motivo de vuestra desdicha…
- Nadie me lo ha preguntado nunca -, interrumpió la princesa mientras dejaba el peso de su cuerpo sucumbir a la gravedad y cerraba los ojos.
El sol cálido acariciaba su cara.
El niño, tras unos instantes de silencio, se levantó, se acercó hasta la cabeza de la joven y se acuclilló junto a ella.
- Yo os lo estoy preguntando, ¿por qué estáis triste mi señora, por qué no sonreís nunca?
Ella abrió de nuevo sus ojos y miró el rostro del muchacho.
- No estoy triste, nunca he sentido desdicha alguna… -, un largo suspiro se escapó entre sus labios.
- Comprendo -, dijo el chico mientras la miraba con el rostro sereno – sin tristeza no hay alegría.
La joven princesa se incorporó y miró al pequeño con los ojos muy abiertos.
- Sin oscuridad no hay luz… - susurró.