Apagué el motor del coche y clavé mi mirada en el viejo portón de madera. Se veía sólido e imponente, a pesar que los años había hecho mella en él. Imaginé como sería la vieja puerta cuando la colocaron a principios de siglo. Me imaginé la madera sin grieta alguna, luciendo un castaño radiante; con su manilla y su cerradura dorada resplandecientes, emitiendo destellos de oro bajo el sol extremeño.
Siempre me había gustado la casa de Azuaga, tan grande, tan elegante… Siempre me he imaginado a la casa como una mujer burguesa de finales del XIX, inmersa en pleno romanticismo.
Bajé del coche y empujé el portón, que cedió emitiendo un sonoro chirrido. “Bienvenida a casa”, pensé. Crucé el zaguán y me embargó un aroma a vainilla que emanaba desde la cocina. Los recuerdos de mi infancia empezaron a golpear con fuerza. El tic tac del reloj, el sonido de las aspas del molinillo azul, el golpeteo de las ramas de la higuera contra las ventanas, el olor a café… Todos esos sonidos y sensaciones eran parte de mi juventud.
De repente me sentí tremendamente pequeña y sola. La tristeza me empezó a oprimir el pecho. Ya no se escuchaba la radio de mi tía Consuelo, ni la eterna tos de mi tío Manolo… La risa de mi tía Julia ya no resonaba por aquellas paredes… Suspiré y esbocé una sonrisa nostálgica. Una sonrisa fruto de la alegría que me provocaba pensar en lo tremendamente feliz que me habían hecho esas personas, en la dicha de mis meses estivales, en el cariño que me había demostrado siempre… Porque mis recuerdos, como aquella puerta de madera, se habían impuesto al paso del tiempo…
Porque os echo de menos cada día, pero siempre estaréis vivos en mi corazón.